¿Dejarías que operara tu corazón una persona –o un grupo de personas– sin tener en cuenta su especialidad médica, su experiencia o su formación?
¿Te atreverías a vivir en un rascacielos que ni siquiera han proyectado los profesionales de la arquitectura?
Entonces, por qué dejar una traducción –sea un libro, un artículo, un videojuego o la web de tu empresa– a manos de cualquiera?
Esto es lo que sucede con el crowdsourcing, un fenómeno de masas que ha ido extendiéndose a muchos sectores profesionales y que plantea cuestiones tanto éticas y terminológicas como relativas a la calidad del servicio o producto final.
Para quien no esté familiarizado con el término, el crowdsourcing es una contracción de las palabras inglesas “crowd” (multitud) y “outsourcing” (externalización) para definir “la externalización, por parte de una empresa o institución, de una función realizada por un empleado a un grupo indefinido (y normalmente grande) de personas mediante una convocatoria abierta”.
Así lo definió Jeff Howe, quien acuñó el término, al usarlo por primera vez en la revista Wired.
Admiración e interés, la base del crowdsourcing
Según como se mire, la idea tienes sus ventajas y sus inconvenientes, también sus defensores y sus detractores.
Tomándolo por el lado positivo, el “crowdsourcing” permite a las empresas y a sus marcas implicar a los consumidores –ahora, “prosumers”– en la lluvia de ideas y la concreción de nuevas líneas o campañas.
Por ejemplo, cuando Starbucks pregunta a los usuarios y lleva a cabo algunas de sus ideas, o cuando Pepsi convierte en participativo y abierto el diseño de su lata, o el momento en que algunas marcas de zapatillas deportivas te permiten personalizar el calzado.
Puede no verse aquí un trabajo de “crowdsourcing” como tal, pero no hay duda que las empresas implican, escuchan y se nutren de las ideas del usuario gracias a la admiración que despiertan y a la comunidad creada a su alrededor.
El fenómeno fan o el querer ser partícipe de un proyecto grande es también la razón del éxito del documental experimental ‘Life in a day’ de los hermanos Ridley y Tony Scott al utilizar las imágenes cedidas por los internautas.
La película ‘Iron Sky’ de Timo Vuorensola fue más allá al lograr disponer de diseñadores, editores, intérpretes y otros papeles profesionales mediante “crowdsourcing”.
Hasta en la publicidad encontramos un ejemplo: el anuncio colaborativo de Freixenet que dirigió Bigas Luna.
Este trabajo colaborativo y no remunerado permite que proyectos sin ánimo de lucro y con fines sociales vean la luz.
La solidaridad y el altruismo son los motores en este caso.
Pero la difusión del conocimiento y el interés general también pueden motivar esta “colaboración masiva”, por ejemplo en la traducción de conferencias, como planteó la plataforma TED, o de noticias producto del periodismo ciudadano –es el caso de GlobalVoices.
Todos estos ejemplos son factibles porque existe una gran comunidad o un interés generalizado entorno a un proyecto.
Este hecho y la reivindicación lingüística, en algunos casos –por ejemplo, de lenguas minoritarias o minorizadas–, han motivado traducciones masivas de software, plataformas como Facebook o Twitter, o series de televisión en web.
Surgen dudas éticas y de profesionalidad
Sin embargo, las traducciones colaborativas, en particular, y el “crowdsourcing”, en general, también suscita críticas e inconvenientes.
Por un lado, como apuntábamos al comienzo de este artículo, cabe preguntarse hasta qué punto es ético aprovecharse del trabajo desinteresado de un grupo de personas si al final hay una empresa que obtiene beneficios, sean del tipo que sean.
Esta fue la razón por la que un colectivo de traductores denunció a Linkedin por solicitar la traducción gratuita a estos profesionales.
Por otro lado, dejar una traducción en manos de cualquiera –eso es el crowdsourcing, no lo olvidemos– puede comportar errores de todo tipo: ortográficos, gramaticales, estilísticos e incluso de coherencia, ya que al participar un gran número de personas probablemente se mezclen variantes dialectales y culturales de un mismo idioma.
¿Quién no ha detectado fallos como estos en los subtítulos de series hechos por amateurs?
Hasta la marcas de renombre se equivocan, como apuntamos en este blog hace unas semanas.
Sin un profesional que realice la traducción o, por lo menos, se encargue de revisar, corregir y asegurar una terminología uniforme, el resultado será siempre una mala traducción.
En definitiva se trata de un mal producto y una pésima imagen que, a la larga, acabará reportando pérdidas para el negocio.
Paralelamente, y alejándose del concepto originario de crowdsourcing, están surgiendo plataformas de traducción colaborativa con un funcionamiento que pone en riesgo el sector y la calidad del servicio.
Se trata de empresas con algún tipo de financiación o fines lucrativos que permiten externalizar la traducción al disponer de bolsas de traductores profesionales con unas tarifas mínimas y, en algunos casos, deplorables.
¿Podría considerarse ello una explotación encubierta?
¿Qué puede exigírsele a un profesional que trabaja gratis?
Tal vez no vayamos tan desencaminados al afirmar que la calidad, se paga.
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